“Se me ocurrió que él únicamente tenía una comida, mientras que yo disponía de una historia que podía contar como propia y que me reportaría una cantidad de dinero equivalente a muchas veces el coste de la comida”
- Isaac Asimov, Azazel: el demonio de 2 centímetros.

Al llegar a mi parada luche a brazo partido con la gente que entraba y salía, creando una serie de mareas y rebufos que me amenazaban seriamente con atraparme y obligarme a desandar a pie el camino extra. Al fin lo logré.
Al poner el pie en el suelo respiré profundamente y busqué en el bolsillo de mi gastada chaqueta un paquete de tabaco, del que extraje un último y arrugado cigarro. Hice una bola con el paquete y lo lancé al suelo, mientras que con mi otra mano encendía aquel pequeño cilindro de placer maligno.
Un par de cientos de metros me separaban de la cafetería donde había concertado una cita mi jefe con el entrevistado. Me hallaba yo, por avatares del destino que no es perentorio explicar, en una situación laboral, digamos, precaria. Tanta era la presión de la soga alrededor de mi gaznate que me había visto obligado a aceptar un trabajo en un periódico de novena fila, de esos que ponen titulares como “Un extraterrestre se comió a mis gatos” y cosas así. Llevaba en él dos meses y en aquel tiempo me había encontrado con toda clase de personas. Miento. Me había encontrado con una sola clase de persona: chiflados. Sin embargo, trabajar hasta altas horas con un sueldo mísero, tratar de entrevistar a visitantes de otros mundos, dormir poco, beber café aguado y soportar a un jefe que era seguramente peor que los tipos con los que me encontraba no podían tener todo malo: Allí no tenía que contrastar las noticias. Cualquier cosa valía. Y si no, podía inventármelas.
Alcancé a vislumbrar mi destino con una colilla entre los labios. Apuré casi hasta el filtro con la última calada y arroje lo que restaba a una alcantarilla. Se trataba de un café con grandes vidrieras que mostraban todo el interior expuesto, como si los clientes fuesen los remanentes de una tienda de animales. Odiaba aquellos sitios. Odio que la gente me vea comer al pasar por la calle. Me hace sentir como un monstruito de feria. Sobre las vidrieras con el logotipo de la franquicia y de una agencia de seguridad había un toldo de colores vivos y chillones que resaltaban profusamente, casi hiriendo mis retinas. ¿Por qué el mundo no se vuelve gris cuando uno está amargado? Debe ser mucho mejor para el ego ver que todo el mundo está jodido como tú, además del hecho de hacer que quienes te han puesto así se fastidien como tú.
Observé el concurrido interior antes de adentrarme a ser uno de ellos. Las mesas y sillas emulaban los bares de las películas americanas de los 70. Las paredes estaban adornadas con cuadros de batidos, de fotogramas de Grease y de motos Harley Davidson. Entre los clientes, numerosos y con una edad media de 18, circulaban los camareros y camareras, con un uniforme irrisorio que me confirmaban la teoría de que el mundo se estaba yendo por el retrete. Al fondo, en la barra, había unos pocos camareros más, con más granos en la cara que los clientes si cabe y una enorme máquina sacada de las pesadillas de Mary Shelley con un batido de fresa de plástico encima dando vueltas.
Haciendo de tripas corazón empujé la puerta y me adentré en aquel universo de color rosa y sabor lechoso. Llagaba cinco minutos tarde. Me gustaba llegar siempre un poco tarde para observar la actitud de la gente a la que tenía que entrevistar. Lo había hecho, en otro tiempo, con gente normal incluso, siempre que era posible. Sé que la primera impresión es la que cuenta, pero por eso mismo, lo primero que haga o diga el entrevistado me indicará gran parte de su personalidad y me posibilitarán manejar la situación con más conocimiento de causa. Además, hay que hacerle ver al entrevistado que no están del todo en el poder. Hay que hacerles sentir cómodos, confiados, pero no deben ver al periodista sumiso y minimizado.
Mis pasos se dirigieron a una mesa en la que se encontraba un hombre de mediana edad, ataviado con un polo de color blanco y un pantalón caqui. Observaba la carta con desinterés con unas manos delgadas y de largos dedos y unos ojos ligeramente saltones. Tenía el pelo castaño, peinado de una manera algo extraña. Mis pasos me llevaron hasta él.
- Perdón –carraspeé a su lado-. ¿Leonardo?
- Soy…
- Si, ya lo sé –dijo, indicándome con la mano que me sentara-. Viene usted del periódico.
- En efecto –dije y me senté enfrente de él.
- Llega usted tarde –comentó, como por casualidad.
- Sí, lo siento –mis disculpas estaban muy bien construidas a base de años de prácticas. En todos los ámbitos-. Había un tráfico terrible… Leonardo meneó la mano como si girase un pequeño bombo de bingo.
- Bah, no se preocupe –dijo, soltando la carta y mirándome de frente, al tiempo que empujaba la carta por la mesa hasta mí-. Yo ya he decidido.
- Gracias. Ya he desayunado. ¿Le importa que comencemos?- “Tengo tres chiflados más que entrevistar hoy” pensé mientras dibujaba la más servicial de mis sonrisas.
- No, estoy preparado –cruzó las manos sobre la mesa.
- Veamos, Leonardo –dije con un suspiro-. Así que es usted el Diablo.
- No –negó con la cabeza y me dejó con un palmo de narices. Justo cuando iba a balbucear algunas palabras, dijo-: Soy un diablo. O mejor dicho, un demonio, ya que diablo significa acusador, o calumniador, en griego y nosotros nunca hemos ido a corromper a nadie para luego decírselo a Dios o cosas por el estilo. O ya puestos a elegir, preferimos ser llamados ángeles caídos. ¿Le parece bien?
- De modo que no es usted Lucifer –dije, mientras veía la noticia volar a páginas interiores.
- No –sonrió mostrando sus dos paletas superiores-. Mi nombre real es Kazbiel. Significa “Aquel que miente a Dios”. Me lo pusieron al cambiar y de bando. Estaba bastante de moda por aquellos tiempos.
- Vaya, lo siento –observé.
- ¿Qué les sirvo?
- Pues, Kazbiel, ¿Cómo llegó a la Tierra? –la pregunta se me ocurrió en el momento.
- Fue hace miles de años, cuando después de la Guerra en el Cielo escapamos hacia el mundo terrenal. Aquí permanecí durante algunos cientos de años, hasta que los ángeles de Dios dieron conmigo y me llevaron ante Él, para juzgarme.
- Así que ha visto usted a Dios.
- No. ¿Ha visto usted en persona al presidente de los EE.UU.? –inquirió con cierta acritud. Confesé que no.
- Pues el presidente de los EE.UU. gobierna el mundo y usted solo lo ha visto por la tele. Imagine un lugar como mil veces este mundo y un solo tío gobernándolo todo.
- Perdone si me he soliviantado –se disculpó mientras la muchacha dejaba la comida frente a él-, pero me enfada bastante que los seres humanos, teniendo un auténtico demonio delante de ellos se preocupen sólo de preguntar siempre si he visto a Dios. A ver si deja claro esto en su artículo: No hay nadie que haya visto a Dios. Nadie en el Cielo, en la Tierra o en el Infierno. Puedes oírle, pero no verle. Pero te aseguro que no parece un viejecito afable con larga barba blanca.
- No se preocupé –subrayé “no ha visto a Dios” en mi libreta-. Pero es que no sé muy bien que preguntas hacerle a un emisario de Satanás.
- Les llamé a ustedes porque vi que en su periódico hace como un mes entrevistaron a un ángel. Sólo quería dar mi visión de las cosas.
- Seguramente tiene usted razón. Pero los expertos en angelología y demonología del periódico están ahora todos ocupados. No quiero que se sienta menospreciado. Yo soy del departamento de extraterrestres –mentí bellacamente mientras mostraba mi más afligida sonrisa.
- Bien. No importa.
- Bueno ¿Cómo fue ese juicio?
- Mal, como puede imaginarse –sorbió el batido ruidosamente por la pajita-. Dios no se ha destacado nunca por su misericordia.
- Así que salió culpable. ¿Qué pena le impusieron?
- Trece mil años arrestado en el infierno. Salí hace quinientos años y me destinaron a la Tierra.
- ¿Quién le destinó?
- Mi jefe, Asmodeus. Es un príncipe demoníaco.
- Vaya. Así que en el infierno son monárquicos.
- Ah, pues sí. Herencia celestial, me imagino. No me veo votando a Lucifer ni nada de eso.
- No se crea que la democracia es tan buena como la pintan –dije, mientras me preguntaba si aquel sujeto tendría un cigarro.
- Hombre, la inventamos nosotros –me dijo y entre tanto cortaba un trozo de pastel-. Nosotros hemos inspirado a muchas personas a lo largo de la historia y la mayoría de los gobiernos ha salido de nuestras ideas. Al principio, algunos quisieron llamarla demonocracia, pero vimos que eso no hubiese gustado tanto.
- Bien, señor Kazbiel. Todo esto está muy bien, pero debe comprender que no puedo creer a cualquiera que llega afirmando ser un ángel caído sin que demuestre sus poderes.
- Ya lo sabía. Ustedes, los humanos, siempre están deseosos de demostraciones esperpénticas de poderes sobrenaturales. Me preguntó como habrá triunfado el cristianismo. De acuerdo, leeré su mente.
- Piense en un número.
- Ya –dije.
- ¿Es par o impar?
- Par.
- Multiplíquelo por tres.
- Hecho.
- Divídalo entre dos.
- Ya.
- Multiplíquelo por tres.
- Listo.
- Divídalo entre nueve.
- Ahh… Ya.
- ¿Qué número le salió?
- Después de todo esto, el tres.
- Usted pensó el número seis ¿verdad? Me plantee seriamente pedir el cianuro.
- Este truco es una mierda, si me permite la expresión.
- Bueno, bueno –Kazbiel respiró hondo y acabó con el batido-. ¿Ve la parada de autobús allí enfrente?
- Sí. ¿También les va a leer la mente a ellos?
- No, haré que el próximo autobús se desvíe, no pueda frenar y choque contra la parada. ¿Le parece suficiente?
- No, no lo haga.
- ¿Ve? Ahora ya cree en mis poderes.
- Sí, seguramente. ¿No le importa que vaya al servicio?
- No, en absoluto.
Al salir vi al tal Leonardo observando con ojos viciosos a una de las camareras. Me senté de nuevo, más quemado que el cenicero de un bingo.
- Sigue sin creerme, ¿no? –Leonardo se volvió hacia mí, con sus ojos saltones y su extraño rostro.
- Bueno, le dije que no soy experto en demonios. Pero no mate a nadie para confirmármelo. Prefiero creer en usted.
- Ustedes los humanos han hecho de creer en las cosas un tema de obligación. Uno no cree porque quiere. Uno simplemente cree. No puedes elegir creer. La fe, amigo, está muy sobrevalorada. Un invento más de la Iglesia. Le propongo un trato.
- ¿De qué se trata?
- Observo que se encuentra usted algo desganado. Supongo que odia este trabajo. Los trabajos los inventó Dios. Casi todo el mundo odia trabajar.
- Me propone hacer un trato con el demonio. ¿Va proporcionarme riquezas a cambio de me alma inmortal?
- Ja, ja, ja –su risa fue más comedida esta vez-. No, ¿qué vamos a hacer nosotros con su alma? ¿Cree que las coleccionamos, o que nos dedicamos a caldearlas en el infierno por el resto de la eternidad? ¿Haría usted un trato conmigo si a cambio le doy, por ejemplo, mi bazo? Nosotros no tenemos nada en contra de la humanidad. Además, el mito del infierno como castigo para los hombres lo inventó la Iglesia. El infierno se hizo para encerrarnos a nosotros, no a ustedes. Por eso estamos en la Tierra. ¿Cree usted en que alguien de su alma inmortal por pasar ocho años en la Tierra con riquezas infinitas cuando, teóricamente, en el Cielo le espera lo mejor de lo mejor durante toda la eternidad, amén.
- He visto gente para todo.
- Pues olvide esa idea, por favor –de nuevo pareció indignado-. Los ángeles caídos no queremos las almas de los humanos. Sólo porque no estuviésemos de acuerdo con Dios no somos seres sanguinarios dispuestos a pervertir a vírgenes, a santurrones y a engañar a la gente. El mito del Cielo como el del Infierno son mentiras. Hemos tenido muy mala prensa durante mucho tiempo. Y por cierto, lo de la parada de autobús era mentira. No pensaba hacer eso. Sólo quería saber si usted estaba dispuesto a que yo lo hiciese.
- Y si no quiere mi alma ¿Qué quiere? Y sobre todo ¿Qué propone?
- Primero, debe saber que eso de irse al infierno es falso. Tampoco irá al Cielo. Los budistas tienen razón: Los seres humanos se reencarnan. Quizás pase un tiempo en el Limbo antes de volver aquí, pero tarde o temprano volverá a nacer. No es tan malo si lo piensa.
- No me gustaría reencarnarme en una cucaracha por pactar con el diablo.
- No lo hará. Pactar con nosotros no es más malo que ser comunista, religioso, votar en las elecciones o comprar libros por catálogo.
- Vale. Aceptando eso. ¿Qué gano yo con esto?
- Pues le aseguro que saldrá del pozo en el que se encuentra. Es más, le aseguro que podrá trabajando en lo que le guste y con bastante holgura. Y si acepta, las cosas empezarán a cambiar en un breve plazo. Obviamente, puede elegir intentarlo por su cuenta, pero eso no le asegura el éxito, como tampoco la inmediatez del mismo.
- ¿Y qué doy yo a cambio? –pregunté. De alguna manera, aquel tipo había conseguido despertar algo de interés en mí. Debía de ser la falta de sueño.
- Pues de momento nada. Usted podrá permitirse probar nuestra oferta durante un par de años. Luego, alguno de nosotros le buscará y le preguntará si quiere devolvernos el favor. Nada engorroso por supuesto, nada que vaya a hacerle pasar un mal rato. Se lo prometo. Si acepta, pues seguirá viviendo como le digo. Si no, podrá volver a su vida normal. Sin compromisos.
- ¿Me permitirán vivir una vida lujosa y llena de mujeres y riquezas materiales durante un par de años y luego me pedirán que sacrifique a mis vecinos o profane algunas tumbas? –inquirí, con una sonrisa torva en los labios, sopesando la posibilidad de entregarme a Satanás.
- No, ninguna de las dos cosas. No le voy a dar riquezas. No tendrá nunca un jet privado, al menos por nuestra cuenta. Si usted lo consigue será cosa suya y yo me alegraré por usted –Kazbiel se rascó el mentón, mientras entornaba los ojos-. Pero tampoco le pediremos que haga misas negras. Ya hay gente que lo hace ¿sabe? Y muchos ni siquiera saben realmente que existimos. Los demonios, me refiero. Sólo nos interesa tener gente de nuestro lado, convencer al mundo que no somos los malignos corruptores de la humanidad.
- ¿Se trata de una guerra encubierta? ¿Un gran tablero de ajedrez en el cual dos fuerzas antagónicas hacen sus movimientos con perspectiva de siglos por el dominio total del planeta? –recurrí a todos los tópicos que recordaba.
- Puede pensarlo así, pero ¿eso no sale en la contraportada de algún libro? – dijo, mientras pedía la cuenta-. Piénselo. Otros ya lo han hecho, y no les ha ido nada mal.
- Como por ejemplo.
- De los que siguen vivos no puedo decirle nada…
- Ya, sería como violar la confidencialidad demonio-humano.
- En efecto. Pero sobre los muertos… ¿Conoce al músico de blues Robert Leroy Johnson? –negué con la cabeza-. Vale, iremos a nombres más conocidos. ¿Qué le parece Nicola Tesla, Galileo Galilei, Francis Bacon, Martín Lutero…?
- ¿Martín Lutero? Vaya, yo pensé que…
- Sí, supongo que usted es otra víctima de la visión judeocristiana del mundo. Pues si quiere que le diga la verdad, y es consciente de que manejo información privilegiada… Gracias –miró un segundo a la muchacha que acababa de dejar un platito con la cuenta encima-. Como le decía, la religión Cristiana es una farsa. Todas las religiones lo son, en mayor o menor medida, pero ninguna acierta al cien por cien. Ni mucho menos. Hay algunas que dicen ciertas cosas que sabiendo la Verdad, con uve mayúscula, hacen que te de la risa.
- Entonces Jesucristo…
- Jesucristo no era el hijo de Dios. No sé como ustedes los humanos se han tragado eso del Dios del Amor. ¿No ha leído el Viejo Testamento? ¿A qué psicólogo fue Dios para dejar de ser el Dios vengativo de los hebreos para convertirse en el Dios pacifista del mundo occidental? Y lo de la Iglesia es harina de otro costal. ¿Recuerda lo que le hicieron los sacerdotes del templo a Jesús? ¿Qué cree usted que pasaría si ahora viniese Jesús, suponiendo que fuese real, y comenzase a propagar su mensaje? ¿Cree que prohibiría el uso del preservativo? ¿Qué condenaría a los homosexuales? ¡Hum! –dijo, mientras empujaba la cuenta hacia mi.
- ¿Qué me dice? ¿Firma o no?
- Vale, acepto –dije.
- Dos años, amigo. Nos volveremos a ver.