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Channel: Seres Mitológicos y de la Noche - El Mundo de la Fantasía
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El Asesino de su Familia

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Asesino con pistola (Murderer with pistol)
El asesino de su familia lo tenía retenido. La boca de su pistola, aún caliente, reposaba sobre su sien, mientras que con su dedo acariciaba suavemente el gatillo que ya se había disparado al menos media docena de veces. Podía verlo reflejado en el espejo. Sus ojos estaban desquiciados y miraban con un extraño triunfalismo reflejado en ellos. A través del reflejo de la hoja plateada del espejo situado en la cómoda del dormitorio le miraba fijamente. Bajo ellos, una sonrisa torva curvaba sus finos labios. De cuando en cuando, unos dientes blancos que se le asemejaban a colmillos de una fiera asomaban entre ellos y una sonora risotada retumbaba hasta los cimientos de la casa, haciéndole estremecerse hasta la médula. Su rostro barbilampiño estaba marcado con gotas de sangre que habían surgido del cuerpo de la asistenta, de su hijo, de su hija y de su mujer. Hasta el fiel Toby, el perro de la familia, había recibido un balazo de aquel demente homicida. Luís, con el cañón del arma amenazándole en la cabeza, sabía que su futuro no iba a ser más halagüeño que el de sus seres queridos, pero un extraño sentido de la autoconservación hacía que desease permanecer con vida, que aquel loco simplemente bajara el arma y le dejara en paz. Sabía que eso no iba a suceder. Sabía que, si sucedía, no podría vivir con la culpa de esos sentimientos egoístas y cobardes, ni con el peso del dolor de vivir sin aquellos a los que amaba más que a su vida. Aquel perturbado también parecía vacilar, o acaso se deleitaba con su sufrimiento. Por alguna razón que su mente no acababa de comprender, esperaba, frente al espejo del dormitorio, a concederle la muerte. Simplemente apretaba el cañón del arma contra él, golpeándole de vez en cuando, debido al temblor de sus manos crispadas. Su dedo tentó el gatillo, pero no lo suficiente como para que el percutor golpease el proyectil. Luís sintió el cañón de nuevo y tuvo un presentimiento del dolor inenarrable que la punzada de una bala le causaría al atravesarle la piel, los músculos, el cráneo y despedazar su cerebro para surgir por el otro lado. Quizás la bala se desviase dentro de la cabeza, rebotada por algún hueso y saliese por su barbilla, o por su nariz. Creyó recordar haber leído algo así alguna vez en el periódico. A lo mejor tenía suerte y la bala surgía por el occipital y mataba a aquel canalla.

Luís pudo verle el rostro bien por primera vez. Le resultaba lejanamente familiar. ¿Dónde le había visto antes? Quizás era algún empleado descontento. O a lo mejor un vecino… no. Puede que su cara le fuese conocida de haberle visto en algún noticiario. Puede que fuese algún psicópata, un asesino escapado de la cárcel o un ladrón. O es posible que lo hubiese visto antes rondando por los alrededores, preparándose el terreno, recopilando información acerca de sus hábitos. Pero, si era sólo un ladrón ¿Por qué tuvo que hacer todo lo que hizo? ¿No pudo simplemente desvalijarlo todo? ¿Por qué tuvo que matar a su familia? Al menos, se dijo con una resignación impropia de él, no era un violador. Su mente derivó horrorizada hasta el cuerpecito de su hija de ocho años. Gracias a Dios no habían sufrido.

El asesino lanzó otra carcajada. La sangre comenzaba a cuajarse sobre sus mejillas y sus ojos parecían expandirse por momentos. Sus pupilas estaban muy dilatadas, habiéndose tragado casi todo el iris. Luís creyó que el momento final llegaba cuando el asesino susurró una palabras inconexas y apretaba con más fuerza que nunca antes el cañón contra su sien. Luís hubiese querido decir Dispara, hijo de puta o Hazlo, cobarde, pero nada salió de sus labios trémulos y entreabiertos. Aquel momento, el momento final, se demoró de nuevo. El sujeto sonreía simplemente, como idiotizado. Sus ojos miraban fijamente los de Luís por medio del espejo. Sus miradas se encontraban, se fundían. Aquel rostro…

Luís había llegado a las cuatro a su casa como todos los días. Una bonita casa con su jardín bien cuidado en una urbanización a las afueras de Madrid. Aparcó el coche en la entrada, porque esa tarde tenía que irse, de nuevo, a la oficina. Abrió la verja y anduvo con la chaqueta en la mano por el sendero que discurría por el jardín. Observó de soslayo el naranjo, los columpios y los toboganes de sus hijos, un balón de fútbol, algunas muñecas montadas en un tractor de plástico, una bicicleta rosa y blanca apoyada contra la llave de paso de la manguera. Todo parecía tan normal.

Abrió la puerta principal y lo vio por primera vez. Se encontraba allí, esperándole, agazapado en un rincón. Sonrió y sacó su arma, sostenida en el pantalón. Un Colt Python. No dijo una palabra, pero Luís ya sabía lo que iba a suceder. Sus piernas comenzaron a temblar. Con un gesto hizo que le siguiera a la cocina.

Beatriz, la asistenta, estaba allí, leyendo una revista mientras tomaba una taza de café con leche. Apenas pudo levantar la cabeza alertada por el sonido de los pasos antes de que la bala le atravesase, con certera puntería, un ojo. Un géiser de sangre salió del negro agujero que la bala había dejado en la cara de Beatriz. La sangre golpeó al asesino en la mano, impregnando la manga de su camisa y mientras ella caía de espaldas, la sangre subió por el brazo, hasta mancharle la mejilla izquierda. Luís sintió en ese momento súbitas náuseas que le hicieron trastabillar. A duras penas se contuvo. Desde el suelo, el caño de sangre iba reduciéndose, hasta detenerse finalmente casi por completo. Beatriz se hallaba tirada sobre un charco de sangre, con un ojo abierto y el otro desaparecido.

Cuando se recuperó de la impresión, Luís era arrastrado por el pasillo hasta la escalera. Arriba se podían oír los gritos de los niños y de su esposa. Luís quiso gritar, decirles que huyesen, que se escondiesen, pero nada se articuló en sus cuerdas vocales. La visión del revólver y de aquel brazo manchado de sangre le cortaba la respiración. Era como ver el brazo de la mismísima muerte. El asesino siguió subiendo por la escalera, un paso por detrás de él.

Toby fue la siguiente víctima. El fox terrier salió de una de las habitaciones y ladró un par de veces en el último escalón. El asesino levantó su brazo y apuntó. La bala surgió con un estruendo que taladró los oídos de Luís y voló hasta toparse con la cabeza del perro. El animal salió despedido por el impacto y no volvió a moverse.

Los pasos del asesino, y los suyos por ende, se dirigieron hacia el dormitorio del matrimonio. Los chillidos venían de allí. Luís tuvo un impulso de revolverse y luchar, de tratar de salvar a su familia, pero este ímpetu se volatilizó antes de haberse solidificado. Con los ojos llenos de lágrimas entró en el dormitorio.

Luís se derrumbó finalmente al ver los ojos de sus hijos, Ana de ocho años y Sergio de diez. Estaban abrazados a su madre, Marisa, en un rincón del dormitorio, entre el aparato de pesas y el ropero. Sus miradas eran la expresión del puro terror y la incomprensión. Lloraban, temblaban y sollozaban. Luís sintió que iba a vomitar.

Su mujer gritó algo y su hijo mayor le llamó. En vano. La pistola se alzó por tercera vez y las dos primeras balas aterrizaron en el pecho y el brazo de Sergio, quien se derrumbó como un muñeco desmadejado. Los gritos y los llantos se multiplicaron hasta sobrepasar el umbral del dolor de sus doloridos tímpanos. Más detonaciones fueron las premoniciones de más muertes. Luís perdió la cuenta de cuantas veces aquel loco disparó sobre su familia. Los alaridos y las lágrimas fueron trocados explosiones y sangre. Luís perdió la visión, nublados sus ojos, y su mente daba vueltas una y otra vez entorno a un punto rojizo, cada vez más rápido. Aquel loco había matado a toda su familia y Luís no había hecho nada para detenerle. Incluso llegó a recargar el tambor de su revólver y disparó un par de veces más.

Cuando Luís recobró el sentido, se encontraba frente al espejo. Aquel hombre le apuntaba directamente a la cabeza. El cañón estaba aún caliente. Luís observó de soslayo el lugar donde estaba su familia. La cama ocultaba los cuerpos, pero no así la sangre, que había saltado hasta los muebles y sobre la colcha. Luís tenía la garganta seca y dolorida como si hubiese comido brasas. Sus labios estaba resquebrajados y sus oídos retumbaban con los ecos de los disparos.

Luís miró a los ojos del asesino de su familia, sin voluntad, con el ánimo y la vana esperanza de una vaca a la que llevan al matadero. Él le devolvía, sin embargo, una mirada enfurecida, satisfecha, alegre incluso, y desafiante. Le decía ¿Por qué no lo has impedido?, se reía de él y de su abulia.

Luís sintió como las piernas se le aflojaban al oír, a lo lejos, el sonido de las sirenas de la policía. Algún vecino habría oído los disparos y les habría llamado. Ahora no cabía duda, aquel hombre iba a matarle. El gatillo se incrustó casi literalmente en su sien. Luís balbució algunas palabras. Quería preguntarle quién era, por qué había hecho todo eso. Y quería pedirle clemencia, algo que no había hecho para su mujer ni sus hijos. Aquel loco asesino rió de nuevo y le miró a los ojos. Luís trató de recordar dónde había visto esas facciones antes. Quería algo de luz antes de sumergirse definitivamente en la oscuridad. Esperó que la inconsciencia se le llevase. La idea de la bala atravesando su cabeza le aterraba. ¿Y si no moría al instante? ¿Y si aquel hijoputa que había demostrado tanta maldita puntería fallaba ahora?

Luís bajó los ojos por el espejo. Su mirada velada por las lágrimas atravesó los cosméticos, los perfumes, las colonias, hasta la superficie de mármol de la coqueta, donde había algunas fotos de la familia. Su dolor se centuplicó al ver los rostros sonrientes de su familia. Su familia. Entonces, comprendió. Un último disparo sonó en la casa.

La policía había acordonado la zona. Tres coches de patrulla se encontraban aparcados, cerrando la calle prácticamente. Los policías entraban y salían de la casa, esperando al juez que ordenase levantar los cadáveres. Incluso los policías más curtidos sintieron sensaciones de lo más estomagantes al contemplar aquel dantesco escenario del crimen: Un perro muerto y cinco víctimas humanas, incluyendo al asesino de todos ellos.

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