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Era un día tórrido. El viento apenas se dejaba notar desde las montañas y en el valle, el sol golpeaba con fiereza, agostando a quienes se veían obligados a someterse a su brillo perenne.
Una aldea se encontraba a la orilla del río que surcaba el valle. Un pequeño conjunto de casas blancas de piedra formaban un núcleo alrededor del cual se encontraban las más humildes viviendas de madera y caña.
Bajo la exigua sombra que arrojaba el alerón del tejado de una de las casas del extrarradio se encontraba un forastero. Sus ropas decían de él que era una persona pobre, quizás un mendigo o quizás algún monje en peregrinación, pero daban por sentado que su bolsa no estaba repleta de monedas. Se cubría la cabeza con una jingasa y su equipaje podía llevarlo en sólo una mano.
El forastero había llegado esa misma mañana y había comprado con sus últimas monedas algo que llevarse a la boca, una calabaza llena de sake y el trabajo de uno de los zapateros del pueblo, al que le pidió que reparase sus gastadas sandalias.
Desde su posición, el extranjero observó como una comitiva llegaba al pueblo montada en caballos. Vestían los ropajes nobles de los samuráis y llevaban al frente el estandarte del daimyo de estas tierras. Pasaron como un trueno por la calle principal, levantando una nube de polvo seco tras los cascos de sus monturas. Finalmente, se detuvieron frente a una de las casas altas de la ciudad, dispuestos a exigir asilo en ella, tal y como disponían las leyes. Bajo su amplio sombrero, una tirante sonrisa se dibujo en su curtido rostro.
Al caer la tarde, sus pasos le dirigieron a la casa del zapatero. Recogió sus sandalias y se encaminó a la posada para pernoctar. Las mejores habitaciones habían sido tomadas por los samurais por orden del gobernante del pueblo. Todo lo que pudo conseguir fue un chamizo donde se guardaba el grano.
Cuando la luna apareció sobre el cielo limpio del pueblo, el forastero se encontraba aún despierto, sentado con las piernas cruzadas frente a la entrada de la que iba a ser esta noche su casa. Observaba el río discurrir riendo entre las rocas, sinuoso como una serpiente de plata, hasta perderse en los bosques tras los cuales estaba el castillo del daimyo. Su mente comenzó a derivar hacia un pasado en el cual él hubiese dormido en un lecho confortable y no como un animal. Una época que se le antojaba remota, como si perteneciese a la vida de otra persona y de la que sólo retazos de recuerdos consiguiesen llegar hasta él.
Sus sentidos le alertaron de una presencia en el patio de la posada. Con discreción sujetó la empuñadura de su katana, oculta en una bolsa de esterilla. Ladeó la cabeza lo suficiente como para ver a uno de los samuráis del daimyo, con sus ropas azules y blancas, justo en la puerta del patio. Decidió que no iba a moverse de allí. Era lo mejor si quería pasar completamente desapercibido, aunque sus deseos le impulsasen a retirarse a dormir.
El samurai permaneció en silencio unos segundos, quieto como una estatua, y luego avanzó hasta situarse a unos metros del forastero.
- Levanta –dijo una voz, que resultó sorprendentemente femenina.
El forastero se demoró unos segundos. Luego, se incorporó, sin mirar de frente a la samurai-ko.
- No eres de este pueblo –dijo, con cierta prepotencia el su voz, que parecía demasiado joven-. Y no eres un monje. Di entonces quién eres.
- Soy un viajero. Mi nombre es Hideki.
La mujer le contempló durante un tiempo, durante el cual Hideki sólo miraba a sus pies. Observó que la katana de la samurai-ko permanecía en su funda y que sus manos se encontraban a ambos lados del cuerpo, en una postura algo forzada.
- Descúbrete ante mí –ordenó.
Hideki tragó saliva, tratando de mantenerse frío. Sus manos agarraron su sombrero y lo quitaron de su cabeza. La mujer entonces observó el rostro del viajero, moreno por incontables días de camino y envejecido. Unas arrugas profundas nacían alrededor de sus ojos, en su frente y en las comisuras de sus labios, y aún a la luz de la luna, resultaba evidente que no eran las arrugas de alguien acostumbrado a reír. Fue entonces ella quien tragó saliva. Por alguna extraña razón, un súbito sentimiento de respeto atenazó su espíritu. Hideki levantó el rostro por primera vez para escudriñar a la joven samurai-ko que se encontraba frente a él. Ella era un palmo más baja y su rostro era pálido como la mismísima luna. Poseía carácter en sus facciones, aunque se notaba en ella la fragilidad de una niña aún.
- ¿Eres un samurai? –preguntó ella, por fin.
- No. Lo fui en otro tiempo, hace muchos años. Comprendió al momento de lo que le estaba hablando.
- Eres un ronin.
Hideki asintió. No deseaba hablar de aquello que le convirtió en el paria que era, pero dentro de sí notó un perentorio deseo de conversar. Hacía mucho que no cruzaba una palabra con nadie. Vacilante, dejó que fuese el destino quién decidiese por él.
- Yo soy Yamaga Rie, de la familia Yamaga y mi señor es el daimyo de estas tierras.
- Lo sé. He visto el estandarte esta mañana y todavía puedo reconocer los símbolos de vuestras ropas –dijo, con una acidez mayor de la que deseaba.
La joven Yamaga Rie miró a los lados, dubitativa. Era la primera vez que se encontraba con un ronin. Aquel hombre antes había seguido el glorioso camino del samurai, se había regido por el bushido y había llevado el honor en cada una de sus acciones. Pero algo le alejó de la senda iluminada. Sabía que era una persona que debía ser despreciada por su deshonor y que sólo la cobardía le había llevado a sobrevivir en un estado tan lamentable, en lugar de enfrentarse con orgullo a la muerte. Pero a la vez sentía curiosidad. Una curiosidad juvenil. ¿Qué fuerza a un hombre a vivir en la deshonra?
- ¿Qué te pasó? –preguntó-. ¿Cómo llegaste a ser un ronin?
- Mi señor murió y yo no pude defenderle.
Fue evidente que la contestación no dejó satisfecha a la muchacha. Ella torció el gesto.
- Puedes sentarte, Hideki. Cuéntame lo que pasó. Por favor.
Hideki se sentó donde estaba, colocando su katana a la derecha. Ella sonrió ligeramente al ver el signo de confianza del ronin. Ella aceptó sentarse junto a él.
- Yo era un fiel seguidor del bushido. Observaba todas las virtudes del samurai…
“Onsha, Shiki, Doryo, Eudo” repasó mentalmente Rie.
- Mi señor era el daimyo de otras tierras, distantes por muchas jornadas de camino de aquí. Luché siempre por mantener limpio el honor y el glorioso nombre de mi señor, y fui ascendido a su guardia personal. Sin embargo, llegó el día de mi desgracia. Mi señor fue invitado por otro daimyo a la fiesta de la primavera. Cabalgamos durante dos semanas hasta las tierras de ese daimyo. La fiesta fue agradable, duró varios días y nuestro señor tuvo la oportunidad de presenciar las obras de muchos artistas y de arreglar negocios con su anfitrión. Pero a la vuelta, nuestro séquito fue asaltado por unos bandidos. Caímos en una emboscada y nuestro señor fue asesinado. Mis compañeros y yo luchamos hasta el final, pero no pudimos salvar su vida –Hideki se dio cuenta que ya no sentía nada al contar eso. Había vivido tantos años con ello que la voz no le temblaba ni su ira se levantaba-. Cuando los bandidos se retiraron, mis compañeros y yo nos dirigimos a la fortaleza de nuestro señor, a comunicar lo sucedido. Allí ellos cometieron el seppuku.
Rie oyó en silencio, pero con los ojos muy abiertos, el relato del ronin.
- ¿Por qué no cometiste seppuku?
Hideki miró al suelo, casi avergonzado. Luego recordó lo que le impulsó a seguir vivo, aun deshonrado. Dudó sobre cuanto debía contarle a aquella joven.
- Mi vida pertenecía a mi señor y sin él ya mi vida no valía nada. Cuando mi señor murió, con él murió mi honor y mi nombre, que ya no será recordado. Mis antepasados no me recibirán entre ellos, porque mi brazo fue lento y débil y mi astucia, inútil. Pero aunque yo viva y muera en el deshonor, la muerte de mi señor debía ser vengada. Aquellos que osaron levantar sus brazos contra él debían probar el sabor de la misma muerte. Y a eso me he dedicado durante todo este tiempo.
- ¿Has vengado la muerte de tu señor?
- No del todo –dijo, con repentina tristeza en su voz quebrada-. Si así fuese, no me contarían ya entre los vivos.
- ¿Y qué te ha traído a estas tierras? ¿Acaso los bandidos se refugian en nuestras montañas?
Hideki rió de pronto con brusca hilaridad. La muchacha se sintió algo ofendida.
- Discúlpame, Yamaga-sama. No son mis intenciones agraviarte ni ofenderte –dijo, con sinceridad-. No. Los bandidos murieron con mi katana hace ya mucho. Sin embargo, su acción no fue casual. Conocían nuestra trayectoria, conocían nuestras fuerzas y sabían como atacarnos. Un samurai se encontraba tras ellos. Su vergonzosa acción mató a mi señor y arrancó el honor de mis compañeros y el mío propio. Ese hombre hizo negocios con mi señor en la fiesta de primavera. Unos negocios ventajosos que la muerte de mi señor aumentó. Muchas tierras y mucho oro pasaron a sus arcas. Él contrató a los bandidos para que nos atacasen y asesinasen a mi señor. Muchos años he necesitado para saber esta verdad y muchos años he perseguido a esa ruin sombra de hombre.
Rie estaba boquiabierta y estuvo así hasta que se dio cuenta de que el ronin había dejado de hablar y que le estaba mirando de soslayo. Trató de recomponerse e inquirió:
- ¿Y ese hombre se encuentra aquí?
Hideki esbozó un asentimiento, pero no dijo nada más. Observó la silueta de las casas de los campesinos bajo la escarchada luz de la luna y el río, siseante, descendiendo hacia las tierras bajas.
- Se va a celebrar la fiesta de la primavera –dijo, confiando en la discreción de aquella muchacha. Hacía mucho que no hablaba con nadie y creía que había perdido la satisfacción de compartir las palabras con otro. Sin embargo, se encontró confesándole su futuro a aquella desconocida-. Él estará en la capital durante las fiestas. Allí encontraré mi destino.
Rie hundió sus ojos en el suelo. Rumió durante algunos minutos lo que le había contado aquel viejo ronin y lo que significaba para él el honor. Había decidido despreciarse a sí mismo, convertirse en un paria, para buscar la venganza de aquel que mató a su señor. Pero ¿Era la venganza un acto propio de un samurái? ¿Redimiría aquella muerte el fallo de Hideki? Y a quien se disponía a matar era un samurai ¿Debía dejar que aquel deshonrado tratase de matar a un samurai? Tras el largo silencio, Rie alzó de nuevo su mirada. Había decidido que fuesen las fortunas quienes decidiesen por ellos. Ella no quería ser la jueza de la disputa. El honor perdido por Hideki y el crimen de otro hombre al que no conocía no le incumbían y es posible que ya hubiese hablado más de la cuenta con él. Se levantó y observó a su interlocutor, que se hallaba aún sentado, con las piernas recogidas. El viejo levantó su rostro y en ellos hubo un brillo feral.
- Bien, Hideki. Si la justicia te asiste, que las fortunas guíen tu brazo – murmuró, a modo de despedida. Se inclinó ligeramente y se dio la vuelta. Dos pasos después se paró. Sin girarse preguntó.
- ¿Qué harás si encuentras a ese hombre y consigues matarle?
- Si así sucede, ya no me quedará nada por hacer en esta tierra –Hideki se había puesto en pie.
Yamaga Rie comprendió. Sin decir nada más, se marchó hacia el interior de la posada.
El día era tan caluroso como el anterior. La primavera había llegado cargada de fuego y los tórridos rayos del sol caían como una deslumbrante cascada de fuego. Hideki caminaba por el lindero del camino, cuidadoso de no interponerse en la trayectoria de ninguno de los carros que transitaban en dirección a la capital de la región. Muchos comerciantes esperaban ansiosos estos días para vender sus productos en las plazas y mercados de las ciudades más importantes. Hideki pudo ver también muchos ashigarus, los soldados del Daimyo, vigilando las carreteras.
Los pasos del ronin atravesaron algunas aldeas que habían crecido a la luz de la poderosa capital de la región. Los cerezos se encontraban en flor y sus hojas sonrosadas teñían la vista. En otro tiempo eran un símbolo de felicidad para Hideki, pero ahora, y desde hace muchos años, eran sólo un indicativo de que un año más había pasado y para él aquella espera era sólo una condena.
Finalmente, la empedrada carretera alcanzó Mokoe, la capital de la región. Unas blancas murallas vigiladas desde las almenas la rodeaban. Sobre ella, al viento, los pendones y estandartes del daimyo y el shogun. El bullicio de miles de voces se multiplicaba en cada esquina. Comerciantes vendían sus mercancías a pleno pulmón y entre ellos, cientos de hombres y mujeres caminaban de un lado a otro. A veces, una aglomeración de gente significaba que un grupo de artistas errantes estaban realizando su representación o que algún monje estaba filosofando para las masas.
Hideki trató de evitar las vías más transitadas y se dedico a vagabundear para familiarizarse con la ciudad. Estuvo en ella una vez, pero el recuerdo, como tantos otros, pertenecía a otro hombre. Pronto, muy pronto, encontraría al hombre que le arrancó la misma vida, años atrás. Y notó como una extraña sensación de libertad. Sabía que aquella ciudad iba a ser su tumba. Las blancas piedras que la formaban iban a recogerle al caer, formando su sudario inexpugnable. El pensamiento de su propia muerte renovó su vigor y sus pasos se hicieron más seguros y firmes, como si hubiese rejuvenecido hasta el mismo momento en que era un samurái. Sólo deseo, casi sin percatarse de ello, que su muerte fuese honrosa.
Aquella misma noche asistió como un espectador más a la representación de los artistas locales y presenció en los jardines que rodeaban al palacio del daimyo las figuras hechas en los setos y las hermosas flores y lámparas en estuches de papel de colores que colgaban de las ramas de los árboles o discurrían como barcos en miniatura entre los riachuelos y estanques que poblaban aquel hermoso lugar.
Solo un par de veces tuvo que detenerse y tratar de pasar desapercibido, ocultando su bolsa de viaje, cuando los ashigarus rondaban los jardines. Sería catastrófico que le detuviesen por ir armado.
A la mañana siguiente, Hideki se encontraba sentado a la sombra de un cerezo, cerca de la fortaleza del Daimyo. Aquel día se celebraría un torneo de duelos, de disparo con daikyu, se recitarían haikus y habría obras de teatro kabuki por parte de los mejores actores de la comarca. Pero todo ello dentro de las murallas de la fortaleza del daimyo. Heraldos, cortesanos y samurais de todas las regiones habían venido, invitados a la fiesta del daimyo. Hideki estuvo observando, desde una prudencial distancia, el cortejo de cada uno de los nobles invitados, con sus estandartes al viento, sus samurais con las armaduras de gala. Era una procesión de colores llenos de orgullo e Hideki deseó poder estar entre ellos, con la barbilla alta, paseando como un hombre de honor ante los hombres y mujeres de aquella ciudad. Sonrió amargamente. Eso ya no sucedería nunca más de nuevo.
Cuando el sol se encontraba en lo más alto de su trayectoria celeste, Hideki distinguió uno de los pendones que flotaban como un furioso dragón por encima de las cabezas admirativas de la multitud que asistía al desfile. Respiró profundamente, llenando sus pulmones de aire, una, dos, tres veces. Se puso en pie y sostuvo en su mano la bolsa de arpillera que le había acompañado, como compañera y muda testigo de su desolación durante muchos años. Allí estaba aquella señal llena de vergüenza. Por un momento la imaginó manchada de sangre, goteante y hecha jirones, apolillada por el deshonor y la infamia. La había visto antes muchas veces, pero ahora, allí, sabía que el causante de su caída se encontraba cerca de ella. Sus pasos descendieron lentamente la suave ladera herbosa que le llevaba hasta la calzada donde discurría la procesión. Se sentía ligero, como si tuviese alas en los pies.
La gente que observaba a los nobles samurais, a los embajadores con sus séquitos, formaba un muro humano de cuerpos y cabezas. Hideki se colocó entre ellos, sin perder de vista un instante aquella oriflama de colores azules, malvas y blancos. En ella se distinguía un tigre en posición de ataque. Por delante de aquel cortejo observó a los ashigarus, vestidos como para la batalla, portando todos ellos yaris y con los sashimono en la espalda. Hideki se infiltró como un curioso más entre la masa, paso a paso, discretamente, hasta quedar en la segunda fila de curiosos. El paso marcial de los ashigarus resonaba contra la piedra del suelo. Se movían con total coordinación, como si hubiesen preparado seriamente aquella cabalgata. Por detrás de ellos discurrían tres hiles de jinetes con arco. El ronin metió la mano, con la cautela de una serpiente al cazar, lentamente, silenciosamente. Sus gestos no fueron apreciados por nadie. Su mano callosa sostuvo la empuñadura de su katana y el tacto le transmitió una descarga de adrenalina.
Cuando pasaron los jinetes, Hideki distinguió una suerte de carroza abierta, forrada de plata y tirada por dos garañones blancos de largas cabelleras. Un estandarte azul se encontraba al final de una vara de madera. Y entre el suelo de la carroza y el pendón, un hombre, ataviado con una noble armadura de samurai lacada de azul y banco. Los cordones de su armadura eran brillantes y bajo su brazo, apoyado contra el costado, se encontraba un casco ornamentado con cuernos y cubierto su frontal con una deformada máscara, hecha para inspirar el temor de los enemigos. Hideki tensó sus labios en una torva sonrisa. Allí estaba, después de tanto tiempo. Su rostro era más viejo, su cabellera se había llenado de canas, pero supuso que él también había cambiado mucho. Sin embargo, pese al velo de los años, era la misma faz orgullosa, los mismos ojos mentirosos. Hideki dejó caer su bolsa de arpillera, ya vacía.
La cabalgata era enorme. Cientos de ashigarus, cientos de bushis, toda una muestra de poderío militar. Discurría por las calles del barrio alto, ante la atenta mirada de los que allí se encontraban. La cabalgata estaba formada por las comitivas de los invitados a la fiesta de la primavera del Daimyo.
Yamaga Rie se encontraba allí, bajo el sol, con el rostro alzado, orgullosa. El mismísimo Daimyo había decidido participar en el cortejo, cerrándolo. De pronto, una turbulencia azotó a las columnas de samuráis. Un griterío oneroso, alaridos y chillidos se oían desde la parte frontal de la comitiva. Los samurais tardaron en reaccionar un segundo y corrieron hacia el foco de aquella algarabía. A empujones, apartaron a la multitud que se había concentrado en el núcleo del clamor, justo frente a los jardines que rodeaban las murallas del palacio. Bajo las botas de los samurais eran aplastados los pétalos caídos de los cerezos. Rie empujó a un hombre que se encontraba delante de ella, lanzándolo a un lado. Con los codos pudo llegar hasta el anillo que los samurais del Daimyo habían formado. En el centro, la argéntea carroza estaba teñida de carmesí, como si una tromba de sangre hubiese llovido sobre ella. El Daimyo se encontraba tendido a un lado, sobre la barandilla del carro. O más bien su cuerpo. Su cabeza había rodado sorprendentemente lejos y observaba, ciega y deformada, la postura de su propio cadáver. El corazón se le congeló en ese instante a Rie y por su mente pasó un pensamiento demente y veleidoso al ver el casco del Daimyo sobre la carroza. En el suelo, abatido a lanzazos y golpes de katana, se encontraba un hombre, cuyas ropas eran de un color absurdamente bermellón. Su mano sostenía aún una katana, impregnada de sangre. Rie cayó sobre sus rodillas al ver aquel rostro y reconocerlo.
La samurai-ko tuvo que reprimir el torrente de pensamientos que se agolpaban en su cabeza, uno tras otro. Sólo golpeaba en ella, con la constancia del martillo de un herrero, las palabras de venganza de Hideki. Por un momento sostuvo la idea de la venganza, de convertirse en una ronin como hizo él, pero comprendió, solo un latido de su acelerado corazón después, que ya no había nadie de quien vengarse. Aún de rodillas extrajo su wakizashi de su funda. Lo miró. Brillaba su hoja pulida bajo el sol, pero a la vez reflejaba la sangre que encharcaba la calzada. Recordó sus propias palabras: “¿Qué fuerza a un hombre vivir en la deshonra?” Al instante disipó todas sus dudas acerca de los ronin.
Glosario
En este relato se usan una serie de términos japoneses con los que el lector puede no estar familiarizado:
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Una aldea se encontraba a la orilla del río que surcaba el valle. Un pequeño conjunto de casas blancas de piedra formaban un núcleo alrededor del cual se encontraban las más humildes viviendas de madera y caña.
Bajo la exigua sombra que arrojaba el alerón del tejado de una de las casas del extrarradio se encontraba un forastero. Sus ropas decían de él que era una persona pobre, quizás un mendigo o quizás algún monje en peregrinación, pero daban por sentado que su bolsa no estaba repleta de monedas. Se cubría la cabeza con una jingasa y su equipaje podía llevarlo en sólo una mano.
El forastero había llegado esa misma mañana y había comprado con sus últimas monedas algo que llevarse a la boca, una calabaza llena de sake y el trabajo de uno de los zapateros del pueblo, al que le pidió que reparase sus gastadas sandalias.
Desde su posición, el extranjero observó como una comitiva llegaba al pueblo montada en caballos. Vestían los ropajes nobles de los samuráis y llevaban al frente el estandarte del daimyo de estas tierras. Pasaron como un trueno por la calle principal, levantando una nube de polvo seco tras los cascos de sus monturas. Finalmente, se detuvieron frente a una de las casas altas de la ciudad, dispuestos a exigir asilo en ella, tal y como disponían las leyes. Bajo su amplio sombrero, una tirante sonrisa se dibujo en su curtido rostro.
Al caer la tarde, sus pasos le dirigieron a la casa del zapatero. Recogió sus sandalias y se encaminó a la posada para pernoctar. Las mejores habitaciones habían sido tomadas por los samurais por orden del gobernante del pueblo. Todo lo que pudo conseguir fue un chamizo donde se guardaba el grano.
Cuando la luna apareció sobre el cielo limpio del pueblo, el forastero se encontraba aún despierto, sentado con las piernas cruzadas frente a la entrada de la que iba a ser esta noche su casa. Observaba el río discurrir riendo entre las rocas, sinuoso como una serpiente de plata, hasta perderse en los bosques tras los cuales estaba el castillo del daimyo. Su mente comenzó a derivar hacia un pasado en el cual él hubiese dormido en un lecho confortable y no como un animal. Una época que se le antojaba remota, como si perteneciese a la vida de otra persona y de la que sólo retazos de recuerdos consiguiesen llegar hasta él.
Sus sentidos le alertaron de una presencia en el patio de la posada. Con discreción sujetó la empuñadura de su katana, oculta en una bolsa de esterilla. Ladeó la cabeza lo suficiente como para ver a uno de los samuráis del daimyo, con sus ropas azules y blancas, justo en la puerta del patio. Decidió que no iba a moverse de allí. Era lo mejor si quería pasar completamente desapercibido, aunque sus deseos le impulsasen a retirarse a dormir.
El samurai permaneció en silencio unos segundos, quieto como una estatua, y luego avanzó hasta situarse a unos metros del forastero.
- Levanta –dijo una voz, que resultó sorprendentemente femenina.
El forastero se demoró unos segundos. Luego, se incorporó, sin mirar de frente a la samurai-ko.
- No eres de este pueblo –dijo, con cierta prepotencia el su voz, que parecía demasiado joven-. Y no eres un monje. Di entonces quién eres.
- Soy un viajero. Mi nombre es Hideki.
La mujer le contempló durante un tiempo, durante el cual Hideki sólo miraba a sus pies. Observó que la katana de la samurai-ko permanecía en su funda y que sus manos se encontraban a ambos lados del cuerpo, en una postura algo forzada.
- Descúbrete ante mí –ordenó.
Hideki tragó saliva, tratando de mantenerse frío. Sus manos agarraron su sombrero y lo quitaron de su cabeza. La mujer entonces observó el rostro del viajero, moreno por incontables días de camino y envejecido. Unas arrugas profundas nacían alrededor de sus ojos, en su frente y en las comisuras de sus labios, y aún a la luz de la luna, resultaba evidente que no eran las arrugas de alguien acostumbrado a reír. Fue entonces ella quien tragó saliva. Por alguna extraña razón, un súbito sentimiento de respeto atenazó su espíritu. Hideki levantó el rostro por primera vez para escudriñar a la joven samurai-ko que se encontraba frente a él. Ella era un palmo más baja y su rostro era pálido como la mismísima luna. Poseía carácter en sus facciones, aunque se notaba en ella la fragilidad de una niña aún.
- ¿Eres un samurai? –preguntó ella, por fin.
- No. Lo fui en otro tiempo, hace muchos años. Comprendió al momento de lo que le estaba hablando.
- Eres un ronin.
Hideki asintió. No deseaba hablar de aquello que le convirtió en el paria que era, pero dentro de sí notó un perentorio deseo de conversar. Hacía mucho que no cruzaba una palabra con nadie. Vacilante, dejó que fuese el destino quién decidiese por él.
- Yo soy Yamaga Rie, de la familia Yamaga y mi señor es el daimyo de estas tierras.
- Lo sé. He visto el estandarte esta mañana y todavía puedo reconocer los símbolos de vuestras ropas –dijo, con una acidez mayor de la que deseaba.
La joven Yamaga Rie miró a los lados, dubitativa. Era la primera vez que se encontraba con un ronin. Aquel hombre antes había seguido el glorioso camino del samurai, se había regido por el bushido y había llevado el honor en cada una de sus acciones. Pero algo le alejó de la senda iluminada. Sabía que era una persona que debía ser despreciada por su deshonor y que sólo la cobardía le había llevado a sobrevivir en un estado tan lamentable, en lugar de enfrentarse con orgullo a la muerte. Pero a la vez sentía curiosidad. Una curiosidad juvenil. ¿Qué fuerza a un hombre a vivir en la deshonra?
- ¿Qué te pasó? –preguntó-. ¿Cómo llegaste a ser un ronin?
- Mi señor murió y yo no pude defenderle.
Fue evidente que la contestación no dejó satisfecha a la muchacha. Ella torció el gesto.
- Puedes sentarte, Hideki. Cuéntame lo que pasó. Por favor.
Hideki se sentó donde estaba, colocando su katana a la derecha. Ella sonrió ligeramente al ver el signo de confianza del ronin. Ella aceptó sentarse junto a él.
- Yo era un fiel seguidor del bushido. Observaba todas las virtudes del samurai…
“Onsha, Shiki, Doryo, Eudo” repasó mentalmente Rie.
- Mi señor era el daimyo de otras tierras, distantes por muchas jornadas de camino de aquí. Luché siempre por mantener limpio el honor y el glorioso nombre de mi señor, y fui ascendido a su guardia personal. Sin embargo, llegó el día de mi desgracia. Mi señor fue invitado por otro daimyo a la fiesta de la primavera. Cabalgamos durante dos semanas hasta las tierras de ese daimyo. La fiesta fue agradable, duró varios días y nuestro señor tuvo la oportunidad de presenciar las obras de muchos artistas y de arreglar negocios con su anfitrión. Pero a la vuelta, nuestro séquito fue asaltado por unos bandidos. Caímos en una emboscada y nuestro señor fue asesinado. Mis compañeros y yo luchamos hasta el final, pero no pudimos salvar su vida –Hideki se dio cuenta que ya no sentía nada al contar eso. Había vivido tantos años con ello que la voz no le temblaba ni su ira se levantaba-. Cuando los bandidos se retiraron, mis compañeros y yo nos dirigimos a la fortaleza de nuestro señor, a comunicar lo sucedido. Allí ellos cometieron el seppuku.
Rie oyó en silencio, pero con los ojos muy abiertos, el relato del ronin.
- ¿Por qué no cometiste seppuku?
Hideki miró al suelo, casi avergonzado. Luego recordó lo que le impulsó a seguir vivo, aun deshonrado. Dudó sobre cuanto debía contarle a aquella joven.
- Mi vida pertenecía a mi señor y sin él ya mi vida no valía nada. Cuando mi señor murió, con él murió mi honor y mi nombre, que ya no será recordado. Mis antepasados no me recibirán entre ellos, porque mi brazo fue lento y débil y mi astucia, inútil. Pero aunque yo viva y muera en el deshonor, la muerte de mi señor debía ser vengada. Aquellos que osaron levantar sus brazos contra él debían probar el sabor de la misma muerte. Y a eso me he dedicado durante todo este tiempo.
- ¿Has vengado la muerte de tu señor?
- No del todo –dijo, con repentina tristeza en su voz quebrada-. Si así fuese, no me contarían ya entre los vivos.
- ¿Y qué te ha traído a estas tierras? ¿Acaso los bandidos se refugian en nuestras montañas?
Hideki rió de pronto con brusca hilaridad. La muchacha se sintió algo ofendida.
- Discúlpame, Yamaga-sama. No son mis intenciones agraviarte ni ofenderte –dijo, con sinceridad-. No. Los bandidos murieron con mi katana hace ya mucho. Sin embargo, su acción no fue casual. Conocían nuestra trayectoria, conocían nuestras fuerzas y sabían como atacarnos. Un samurai se encontraba tras ellos. Su vergonzosa acción mató a mi señor y arrancó el honor de mis compañeros y el mío propio. Ese hombre hizo negocios con mi señor en la fiesta de primavera. Unos negocios ventajosos que la muerte de mi señor aumentó. Muchas tierras y mucho oro pasaron a sus arcas. Él contrató a los bandidos para que nos atacasen y asesinasen a mi señor. Muchos años he necesitado para saber esta verdad y muchos años he perseguido a esa ruin sombra de hombre.
Rie estaba boquiabierta y estuvo así hasta que se dio cuenta de que el ronin había dejado de hablar y que le estaba mirando de soslayo. Trató de recomponerse e inquirió:
- ¿Y ese hombre se encuentra aquí?
Hideki esbozó un asentimiento, pero no dijo nada más. Observó la silueta de las casas de los campesinos bajo la escarchada luz de la luna y el río, siseante, descendiendo hacia las tierras bajas.
- Se va a celebrar la fiesta de la primavera –dijo, confiando en la discreción de aquella muchacha. Hacía mucho que no hablaba con nadie y creía que había perdido la satisfacción de compartir las palabras con otro. Sin embargo, se encontró confesándole su futuro a aquella desconocida-. Él estará en la capital durante las fiestas. Allí encontraré mi destino.
Rie hundió sus ojos en el suelo. Rumió durante algunos minutos lo que le había contado aquel viejo ronin y lo que significaba para él el honor. Había decidido despreciarse a sí mismo, convertirse en un paria, para buscar la venganza de aquel que mató a su señor. Pero ¿Era la venganza un acto propio de un samurái? ¿Redimiría aquella muerte el fallo de Hideki? Y a quien se disponía a matar era un samurai ¿Debía dejar que aquel deshonrado tratase de matar a un samurai? Tras el largo silencio, Rie alzó de nuevo su mirada. Había decidido que fuesen las fortunas quienes decidiesen por ellos. Ella no quería ser la jueza de la disputa. El honor perdido por Hideki y el crimen de otro hombre al que no conocía no le incumbían y es posible que ya hubiese hablado más de la cuenta con él. Se levantó y observó a su interlocutor, que se hallaba aún sentado, con las piernas recogidas. El viejo levantó su rostro y en ellos hubo un brillo feral.
- Bien, Hideki. Si la justicia te asiste, que las fortunas guíen tu brazo – murmuró, a modo de despedida. Se inclinó ligeramente y se dio la vuelta. Dos pasos después se paró. Sin girarse preguntó.
- ¿Qué harás si encuentras a ese hombre y consigues matarle?
- Si así sucede, ya no me quedará nada por hacer en esta tierra –Hideki se había puesto en pie.
Yamaga Rie comprendió. Sin decir nada más, se marchó hacia el interior de la posada.
El día era tan caluroso como el anterior. La primavera había llegado cargada de fuego y los tórridos rayos del sol caían como una deslumbrante cascada de fuego. Hideki caminaba por el lindero del camino, cuidadoso de no interponerse en la trayectoria de ninguno de los carros que transitaban en dirección a la capital de la región. Muchos comerciantes esperaban ansiosos estos días para vender sus productos en las plazas y mercados de las ciudades más importantes. Hideki pudo ver también muchos ashigarus, los soldados del Daimyo, vigilando las carreteras.
Los pasos del ronin atravesaron algunas aldeas que habían crecido a la luz de la poderosa capital de la región. Los cerezos se encontraban en flor y sus hojas sonrosadas teñían la vista. En otro tiempo eran un símbolo de felicidad para Hideki, pero ahora, y desde hace muchos años, eran sólo un indicativo de que un año más había pasado y para él aquella espera era sólo una condena.
Finalmente, la empedrada carretera alcanzó Mokoe, la capital de la región. Unas blancas murallas vigiladas desde las almenas la rodeaban. Sobre ella, al viento, los pendones y estandartes del daimyo y el shogun. El bullicio de miles de voces se multiplicaba en cada esquina. Comerciantes vendían sus mercancías a pleno pulmón y entre ellos, cientos de hombres y mujeres caminaban de un lado a otro. A veces, una aglomeración de gente significaba que un grupo de artistas errantes estaban realizando su representación o que algún monje estaba filosofando para las masas.
Hideki trató de evitar las vías más transitadas y se dedico a vagabundear para familiarizarse con la ciudad. Estuvo en ella una vez, pero el recuerdo, como tantos otros, pertenecía a otro hombre. Pronto, muy pronto, encontraría al hombre que le arrancó la misma vida, años atrás. Y notó como una extraña sensación de libertad. Sabía que aquella ciudad iba a ser su tumba. Las blancas piedras que la formaban iban a recogerle al caer, formando su sudario inexpugnable. El pensamiento de su propia muerte renovó su vigor y sus pasos se hicieron más seguros y firmes, como si hubiese rejuvenecido hasta el mismo momento en que era un samurái. Sólo deseo, casi sin percatarse de ello, que su muerte fuese honrosa.
Aquella misma noche asistió como un espectador más a la representación de los artistas locales y presenció en los jardines que rodeaban al palacio del daimyo las figuras hechas en los setos y las hermosas flores y lámparas en estuches de papel de colores que colgaban de las ramas de los árboles o discurrían como barcos en miniatura entre los riachuelos y estanques que poblaban aquel hermoso lugar.
Solo un par de veces tuvo que detenerse y tratar de pasar desapercibido, ocultando su bolsa de viaje, cuando los ashigarus rondaban los jardines. Sería catastrófico que le detuviesen por ir armado.
A la mañana siguiente, Hideki se encontraba sentado a la sombra de un cerezo, cerca de la fortaleza del Daimyo. Aquel día se celebraría un torneo de duelos, de disparo con daikyu, se recitarían haikus y habría obras de teatro kabuki por parte de los mejores actores de la comarca. Pero todo ello dentro de las murallas de la fortaleza del daimyo. Heraldos, cortesanos y samurais de todas las regiones habían venido, invitados a la fiesta del daimyo. Hideki estuvo observando, desde una prudencial distancia, el cortejo de cada uno de los nobles invitados, con sus estandartes al viento, sus samurais con las armaduras de gala. Era una procesión de colores llenos de orgullo e Hideki deseó poder estar entre ellos, con la barbilla alta, paseando como un hombre de honor ante los hombres y mujeres de aquella ciudad. Sonrió amargamente. Eso ya no sucedería nunca más de nuevo.
Cuando el sol se encontraba en lo más alto de su trayectoria celeste, Hideki distinguió uno de los pendones que flotaban como un furioso dragón por encima de las cabezas admirativas de la multitud que asistía al desfile. Respiró profundamente, llenando sus pulmones de aire, una, dos, tres veces. Se puso en pie y sostuvo en su mano la bolsa de arpillera que le había acompañado, como compañera y muda testigo de su desolación durante muchos años. Allí estaba aquella señal llena de vergüenza. Por un momento la imaginó manchada de sangre, goteante y hecha jirones, apolillada por el deshonor y la infamia. La había visto antes muchas veces, pero ahora, allí, sabía que el causante de su caída se encontraba cerca de ella. Sus pasos descendieron lentamente la suave ladera herbosa que le llevaba hasta la calzada donde discurría la procesión. Se sentía ligero, como si tuviese alas en los pies.
La gente que observaba a los nobles samurais, a los embajadores con sus séquitos, formaba un muro humano de cuerpos y cabezas. Hideki se colocó entre ellos, sin perder de vista un instante aquella oriflama de colores azules, malvas y blancos. En ella se distinguía un tigre en posición de ataque. Por delante de aquel cortejo observó a los ashigarus, vestidos como para la batalla, portando todos ellos yaris y con los sashimono en la espalda. Hideki se infiltró como un curioso más entre la masa, paso a paso, discretamente, hasta quedar en la segunda fila de curiosos. El paso marcial de los ashigarus resonaba contra la piedra del suelo. Se movían con total coordinación, como si hubiesen preparado seriamente aquella cabalgata. Por detrás de ellos discurrían tres hiles de jinetes con arco. El ronin metió la mano, con la cautela de una serpiente al cazar, lentamente, silenciosamente. Sus gestos no fueron apreciados por nadie. Su mano callosa sostuvo la empuñadura de su katana y el tacto le transmitió una descarga de adrenalina.
Cuando pasaron los jinetes, Hideki distinguió una suerte de carroza abierta, forrada de plata y tirada por dos garañones blancos de largas cabelleras. Un estandarte azul se encontraba al final de una vara de madera. Y entre el suelo de la carroza y el pendón, un hombre, ataviado con una noble armadura de samurai lacada de azul y banco. Los cordones de su armadura eran brillantes y bajo su brazo, apoyado contra el costado, se encontraba un casco ornamentado con cuernos y cubierto su frontal con una deformada máscara, hecha para inspirar el temor de los enemigos. Hideki tensó sus labios en una torva sonrisa. Allí estaba, después de tanto tiempo. Su rostro era más viejo, su cabellera se había llenado de canas, pero supuso que él también había cambiado mucho. Sin embargo, pese al velo de los años, era la misma faz orgullosa, los mismos ojos mentirosos. Hideki dejó caer su bolsa de arpillera, ya vacía.
La cabalgata era enorme. Cientos de ashigarus, cientos de bushis, toda una muestra de poderío militar. Discurría por las calles del barrio alto, ante la atenta mirada de los que allí se encontraban. La cabalgata estaba formada por las comitivas de los invitados a la fiesta de la primavera del Daimyo.
Yamaga Rie se encontraba allí, bajo el sol, con el rostro alzado, orgullosa. El mismísimo Daimyo había decidido participar en el cortejo, cerrándolo. De pronto, una turbulencia azotó a las columnas de samuráis. Un griterío oneroso, alaridos y chillidos se oían desde la parte frontal de la comitiva. Los samurais tardaron en reaccionar un segundo y corrieron hacia el foco de aquella algarabía. A empujones, apartaron a la multitud que se había concentrado en el núcleo del clamor, justo frente a los jardines que rodeaban las murallas del palacio. Bajo las botas de los samurais eran aplastados los pétalos caídos de los cerezos. Rie empujó a un hombre que se encontraba delante de ella, lanzándolo a un lado. Con los codos pudo llegar hasta el anillo que los samurais del Daimyo habían formado. En el centro, la argéntea carroza estaba teñida de carmesí, como si una tromba de sangre hubiese llovido sobre ella. El Daimyo se encontraba tendido a un lado, sobre la barandilla del carro. O más bien su cuerpo. Su cabeza había rodado sorprendentemente lejos y observaba, ciega y deformada, la postura de su propio cadáver. El corazón se le congeló en ese instante a Rie y por su mente pasó un pensamiento demente y veleidoso al ver el casco del Daimyo sobre la carroza. En el suelo, abatido a lanzazos y golpes de katana, se encontraba un hombre, cuyas ropas eran de un color absurdamente bermellón. Su mano sostenía aún una katana, impregnada de sangre. Rie cayó sobre sus rodillas al ver aquel rostro y reconocerlo.
La samurai-ko tuvo que reprimir el torrente de pensamientos que se agolpaban en su cabeza, uno tras otro. Sólo golpeaba en ella, con la constancia del martillo de un herrero, las palabras de venganza de Hideki. Por un momento sostuvo la idea de la venganza, de convertirse en una ronin como hizo él, pero comprendió, solo un latido de su acelerado corazón después, que ya no había nadie de quien vengarse. Aún de rodillas extrajo su wakizashi de su funda. Lo miró. Brillaba su hoja pulida bajo el sol, pero a la vez reflejaba la sangre que encharcaba la calzada. Recordó sus propias palabras: “¿Qué fuerza a un hombre vivir en la deshonra?” Al instante disipó todas sus dudas acerca de los ronin.
Glosario
En este relato se usan una serie de términos japoneses con los que el lector puede no estar familiarizado:
- Ashigaru: Los ashigarus son soldados que no son samurais. Normalmente, formaban parte del grueso de las tropas de un señor y se distinguían de éstos por la calidad de sus armas, armaduras, etc.
- Bushido: Es la recopilación de normas morales y conductuales que debían regir la vida de un samurai. El código de honor del samurai. No se registró en papel hasta 1900.
- Bushi: Samurái
- Daikyu: Es un arco largo diseñado para disparar a caballo con él.
- Daimyo: El daimyo era el señor de unas tierras que tenía a su disposición un cierto número de samurais. Se trataba de un cargo tanto político como militar.
- Haiku: Es una poesía corta (tres versos). Los Haiku hacen referencia siempre a una estación del año.
- Jingasa: Sombrero japonés, ligeramente cónico.
- Kabuki: El teatro tradicional japonés. Las mujeres no podían participar en este teatro, por lo que eran los hombres quienes se travestían para realizar el papel de éstas.
- Katana: Es el arma principal de los samurai. Se trata de una espada ligeramente curvada y afilada sólo por un lado.
- Sashimono: Es un estandarte rectangular que usaban unido a sus espaldas los soldados en una batalla, para distinguirse de sus enemigos. El sashimono solía llevar los colores y el emblema o mon de la familia o clan al que pertenecía.
- Ronin: Un Ronin es un samurai que ha perdido el honor y ya no se considera como un samurai.
- Sepukku: Es el suicidio ritual (llamado a veces harakiri). Un samurai deshonrado debía cometer el sepukku (a veces simplemente a petición de su señor). El sepukku solía realizarse con el wakizashi, rajándose el vientre. Otro samurai podía cortar la cabeza del suicida para evitarle sufrimientos.
- Shogun: El Shogun es un señor de más rango y poder que un daimyo. Era un cargo militar. A menudo, un shogun dominaba sobre muchos daimyos (en Japón, los shogunes llegaron a gobernar de facto el país durante la era de los Tokugawa).
- Wakizashi: Es una espada más corta que la katana. Junto con ella forman el denominado daisho. El daisho era una señal de notabilidad y sólo los samurais lo llevaban.
- Yari: Es una lanza, usada principalmente por los ashigaru.